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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition) Read online

Page 2


  −Hola, Steve.

  Enjuto y en guardia, con el cabello muy corto, Baron observa con asco cómo llena los pulmones de humo. Pero ella sabe que, de poder relajarse un poco y aceptar que todos tenemos debilidades, también él estaría fumando.

  Pero no es una debilidad, se dice a sí misma mientras el humo caliente se extiende por sus pulmones. Es algo que se ve constantemente en las noticias de la tele, soldados en zonas de guerra, en catástrofes de distinto tipo, fumando. Siempre gente fumando. Allí donde haya gente que muera hay tabaco. Se necesita algo. Ella lo necesita, en cualquier caso.

  −Una muchacha muerta en el maletero.

  Él hace que parezca un acertijo.

  −Sí, tal y como me dijiste.

  −Acabo de hablar con la comisaria jefe. Reunión dentro de cuarenta minutos.

  Ella da una chupada al cigarrillo, pero le desagrada el sabor. Como la reunión no tardará mucho en empezar, tendrán que irse a Millgarth pronto. Todas las personas asignadas al caso se reunirán allí.

  −Un lugar muy bueno para deshacerse de un coche −dice ella–. No veo cámaras de circuito cerrado de televisión.

  Dirige la mirada hacia la enorme pendiente que conduce al tráfico en lo alto.

  −Hay cámaras de tráfico en la autopista −dice él.

  −¿Nos llevamos el coche tal y como está?

  Él asiente con la cabeza.

  Permanecen un momento en silencio.

  Septiembre se ha vuelto frío, a pesar del cielo azul. El traje azul de Baron parece muy endeble, un traje de verano que le viene muy apretado a un cuerpo tan delgado.

  −¿Nos lo llevamos?

  Ella tira el cigarrillo al suelo, aplastándolo con el dedo gordo de un zapato Nike.

  Él permanece donde está.

  −Háblame de John Ray −dice él, con la mirada sobre el cigarrillo.

  −¿John? ¿Qué quieres saber? −dice, observándolo fijamente, hasta que él se ve forzado a devolverle la mirada.

  −¿Todavía os veis?

  −Nunca lo he escondido, Steve. Bien lo sabes.

  −¿Cuánto tiempo hace asesinaron a su hermano?

  −Hace dos años. Me sorprende que no te acuerdes. Fue tu primer caso como inspector, ¿no?

  Den también participó en el caso, pero había sido el primero de Baron como inspector y también su primer caso como investigador jefe. Encargarse del asesinato de Joe Ray como oficial superior de investigación fue una tarea difícil. No pudieron meter a nadie en la cárcel por aquello.

  Él sonríe.

  −Malos contra malos −dice.− ¿Cuántos de estos casos nos llegan? Delincuentes contra delincuentes. Bonita historia para los titulares de los periódicos. ¿No es curioso que se siga hablando de la familia Ray? Alguien volvió a referirse a ellos ayer por la noche.

  −¿Sí?

  −Un joven reportero del Post me llama a casa y me pregunta si es práctica habitual que los oficiales de policía se dejen ver por la ciudad acompañados de familiares de reputados delincuentes.

  De manera que la ha hecho venir aquí por eso.

  Ella respira hondo.

  −John es vendedor de coches. Lo acompañaba en una ceremonia de premios.

  −Ya lo sé. Lo vi esta mañana en el periódico. Supongo que lo vuestro va en serio, ¿no?

  −Eso no es asunto suyo, señor.

  Él se da la vuelta y se dirige hacia el coche rojo.

  Ella lo sigue, muy enojada, pero sabiendo que su enfado es inútil. Claro que es asunto suyo. Asunto de la policía. Es evidente que la gente va a criticarla. Así es la naturaleza humana. Yo soy policía, y la familia de John es…

  −Hola, Brian −dice ella mientras un sargento de uniforme añade su nombre al registro de la escena del crimen.

  −Buenos días −responde un hombre fornido de mediana edad con un rostro apacible−. Bonito día para esto.

  Humor negro. Apenas ha amanecido y hay que ocuparse de un cadáver. Hace diez horas estaba tomando una copa tranquilamente en alegre compañía de su mujer y sus amigos. La copa de los viernes por la noche. La alarma del despertador. Una muchacha muerta.

  Mientras tanto, dos ayudantes van a lo suyo, moviéndose cuidadosamente alrededor del coche, sin apenas hacer ruido. Un fotógrafo recoge su material mientras a un lado un par de agentes jóvenes de uniforme hablan en voz baja, observando cómo se acercan al vehículo el inspector Baron y la detective Danson.

  −Ahí está −dice Baron al llegar al maletero abierto, mientras los ayudantes se apartan para dejarles que vean mejor.

  Ella mira dentro. Una muchacha hecha uno ovillo. De poco más de veinte años. Melena larga, de un intenso color castaño natural, casi negro, rostro con mucha base de maquillaje, labios pintados de color oscuro, con manchas a ambos lados.

  El vestido es caro. Den se pregunta: ¿cómo lo sabes? No entiende de ropa y tampoco le interesa. Pero parece bonito. Corto y negro. Bien mirado, demasiado corto. Con las piernas de la muchacha dobladas de forma inoportuna, se le ha subido el vestido, lo que deja ver un tanga negro y, en el muslo, un pequeño tatuaje de un pájaro volando. Sobre el vestido lleva una chaqueta de piel de color rojo con ribetes de cuero del mismo color, el tipo de chaqueta que se lleva ajustada en la cintura para resaltar el volumen de la piel sobre el torso y los hombros.

  Los ojos, afortunadamente, los tiene cerrados, aún cuando se ve un trocito de color blanco de uno de ellos. Alrededor de los ojos muestra algo de hinchazón.

  −Por lo que parece, fue ayer a última hora de la tarde. Guapa, ¿verdad?

  Den querría darle un puñetazo en la boca, tumbarlo sobre el maldito asfalto. Pero ¿cuántos cadáveres harán falta para que también ella empiece a soltar chistes? ¿Cuándo dejará de sentir pena de ellos?

  Quiere decir algo, pero no se le ocurre nada. Una muchacha muerta. Una joven bonita, atractiva. Así describiría ella a la víctima. Una joven bonita, hermosa.

  −Un tanto ordinaria −sugiere Baron, como si fuese a anotarlo en el informe oficial sobre la fallecida.

  −¿Es que no tienes nada de respeto? −dice ella en voz baja.

  Suena poco original y lo sabe. Pero, ¿y qué? Esta zorra estúpida debe de haber muerto por algo tan poco original como unas cuantas dosis de cocaína. Es increíblemente poco original, tanto como el maldito Ford Mondeo abandonado aquí, bajo un paso elevado.

  −Un moratón en la cabeza y en el cuello, y un golpe fuerte cerca de la sien. El cráneo partido, creo.

  Den lo ve ahora, una mancha oscura de pelo enmarañado a un lado de la cabeza de la muchacha.

  −Estuvo en el asiento del pasajero y en la parte de atrás −añade Baron−. Hay pelusa roja por todas partes.

  −Un motivo sexual, entonces −dice ella.

  Él se encoge de hombros

  −Ya veremos.

  Ella respira hondo y despacio, intentando protegerse de su deliberada falta de sensibilidad, de su actitud ante los cadáveres. Todo el mundo tiene una actitud. Steve es un detective genial, además de un buen tipo. A veces insensible, pero es bueno. Y la ha traído hasta aquí porque algún jodido periodista los vio a ella y a John anoche.

  Mientras ella respira, descubre el olor del perfume de la chica, que procede del maletero. Afrutado, como mandarinas y melocotones enlatados. Y también algo de madera. ¿Incienso? John le ha enseñado a describir los sabores y aromas del vino y de la comida, a que sus sentidos se abran para poder contar con exactitud qué es lo que siente y así desentrañar los sabores y olores que se encuentran en lo profundo de la memoria.

  −Opium −le dice a Baron, mientras sigue observando a la muchacha−. Lleva Opium. Así que tenemos una muchacha guapa a la que han dejado muerta, en un coche abandonado, en medio de la noche. Lleva Opium y poco más. ¡Fiesta!

  Den se da la vuelta, lista para responderle.

  Pero Baron ya no está observando a la muchacha. Uno de los ayudantes le trae algo, una pequeña tarjeta en una bolsa de plástico para las pruebas.

  −Estaba con los documentos de la guantera −dice el hombre de blanco mie
ntras le entrega a Baron la bolsa, antes de volver a su trabajo en el interior del coche.

  Baron examina la tarjeta un instante, acercándola a la luz. Una tarjeta de visita. Vehículos Tony Ray. Hope Road. Leeds 9.

  Ella no precisa verla de cerca. Reconoce el logotipo, el mismo que está sobre la entrada del concesionario. Quiere creer que se trata de una broma, que Baron la puso allí en la guantera. Pero sabe que eso no es cierto.

  ¡Por Dios!

  −John Ray. ¿Estuviste ayer toda la noche con él, no?

  Ella da un suspiro.

  −Sí.

  Él permanece tranquilo.

  −Vamos. Te sacaré del cordón policial.

  Ella avanza con paso decidido antes de que él pueda ver cómo le suben los colores. Cuando abandona la escena del crimen y regresa a su coche, tratando de encontrar otro cigarrillo, él se acerca para reunirse con ella.

  −¿No sería mejor que te llevase yo, Den? −le pregunta−. Ya sabes, hay que hacer las cosas bien.

  Ella se detiene. Ya tiene un cigarrillo entre los labios.

  −De acuerdo. Espera un momento.

  Enciende el cigarrillo, saca el móvil del bolsillo y se lo ofrece a Baron.

  −¿Necesitas esto? −pregunta.

  Él niega con la cabeza.

  −No es necesario. Haré que venga. Tú no vas a llamarlo desde mi coche.

  Un tráiler pasa por encima con un gran zumbido, las lonas agitándose al viento con violencia.

  −¿Estuviste con él anoche?

  Ella asiente.

  −Desde las ocho y media aproximadamente hasta justo después de que me llamases esta mañana. Nos acostamos tarde. Si él salió durante la noche, tuvo que ser entre las cuatro y las ocho, pero me habría dado cuenta. Tengo el sueño ligero.

  Pero tú ya sabes eso, prefiere no añadir.

  −Bien −dice.− Vamos. No es que desconfíe de ti…

  Ella no necesita que se lo diga.

  Antes incluso de que se dirijan Millgarth, se ha cursado orden de buscar a John Ray para interrogarlo.

  Y la agente Dense Danson, inesperadamente, se ha convertido en coartada en un caso de asesinato.

  Capítulo 3

  Él contempla el torrente sin fin de coches y camiones que pasan fugazmente al otro lado del grueso cristal. De vez en cuando contempla el horizonte para ver cómo aparece uno de los vehículos, al que sigue con la vista hasta que desaparece. Mueve la boca levemente, como si estuviese contando coches mientras pasan; es como un niño que está sentado cerca libre de peligro y que parece cautivado por su velocidad. Pero ya no es un niño. Tiene veintidós años, más de metro ochenta y es muy corpulento. Lleva un traje gris tan arrugado que parece que está hecho de sacas del correo, y tiene el cabello corto, de color rubio, revuelto y sucio. No cuenta coches. Está llorando. El labio inferior le tiembla lo suficiente como para que la docena aproximada de clientes del establecimiento lo puedan percibir.

  –¿Estás bien, tesoro? –le pregunta ella, un tanto más apartada de él de lo que querría, sabiendo que todos en el Little Chef la están observando.

  Tiene la edad suficiente como para ser su madre y se comporta de forma amistosa, hablándole como haría cualquier persona para animarlo. Se da cuenta de que es joven, pero su cuerpo enorme y el traje sucio que a duras penas contiene sus enormes hombros hacen que parezca mayor, lo que de alguna manera hace que la situación sea peor. Ya ha visto a hombres llorar, pero no de esta manera.

  Los empleados no le han quitado el ojo de encima. Una pareja ha pedido que los cambien de lugar, mientras otras personas lo observan todo con una curiosidad nerviosa y comen rápidamente, ansiosas por marcharse.

  –Tesoro, ¿estás bien? –le pregunta de nuevo.

  Lleva una hora mirando por la ventana. De vez en cuando, se lleva las manos a la cara para amortiguar el inicio de un llanto ronco, carrasposo, que degenera en ataques de tos tan intensos que parece estarse ahogando en su propia pena. Luego, mientras respira agitadamente, vuelve a fijar la atención en la ventana.

  Lo que a ella le preocupa no es el llanto, sino pensar en lo que podría ocurrir a continuación. ¿Tiene un cuchillo, o una pistola? ¿Podría capturar un rehén? Estas cosas ocurren, no hay por qué ignorarlas. Y nadie aquí va a hacerle frente. ¿A un tipo de esta estatura? Podría hacer lo que quisiera…

  –Eh –dice, alzando un poco la voz– ¡Toc toc! ¿Hay alguien ahí?

  Él se da la vuelta. Tiene la cara cubierta de saliva seca y lágrimas, mezcladas con la mugre del lugar donde ha pasado la noche. La piel se le ha vuelto gris. Tiene mucosidad reciente alrededor de las ventanas de la nariz y los ojos inyectados en sangre, como si alguien los hubiese rociado con pimienta.

  –Lo siento –responde, con voz temblorosa y respirando agitada e irregularmente.

  –¿Te vas a comer eso, cariño?

  Baja la vista. Tiene delate un desayuno a base de fritos sobre un gran plato de forma oval. Apenas lo ha tocado. Sólo ha mordisqueado la esquina de una tostada en forma de triángulo.

  –¿Me lo llevo?

  –Sí. Quiero decir, por favor…

  –¿Quieres algo más? –pregunta, llevándose el plato–. ¿Qué tal un vaso de café para llevar?

  Asiente con la cabeza.

  Ella recoge el plato y luego mira alrededor. La gente todavía los observa.

  –Si quieres, puedo guardarte el beicon. ¿Qué me dices, tesoro?

  –Muy bien –dice, poniéndose de pié–. Gracias.

  Busca dentro de los bolsillos del pantalón y saca un billete de veinte libras.

  –Te traigo el cambio.

  –No –dice, observando el dinero como si le alegrase deshacerse de él–. No se preocupe.

  *

  En el exterior aspira aire frío y se dirige al final del aparcamiento. Lleva los hombros caídos y la cabeza, floja, le cuelga hacia abajo, como si estuviese corriendo un maratón. Pasa por delante de los coches aparcados, hacia la entrada que conduce a la carretera principal.

  Desde la puerta acristalada ella lo observa, con el móvil en la mano, por si acaso. Una vez él ha alcanzado la salida, se detiene, se agacha sobre el borde de césped y se balancea hacia delante y atrás. Se queda observando el móvil que lleva en la mano y, después de un minuto más o menos, comienza a pulsar el teclado con un dedo.

  –¡Pobre diablo! –dice ella en voz baja, mientras sopesa la idea de llevarlo en su propio coche a su punto de destino.

  –¿Val?

  –¿Sí? –pregunta ella.

  –Ese billete de veinte libras. El escáner me lo ha rechazado.

  La encargada contempla la figura agachada sobre el borde del césped.

  –Bueno, de todas maneras no ha comido nada.

  Capítulo 4

  La avenida Hope se encuentra a los pies de la ciudad optimista, vertical, cerca de la zona glamurosa pero en cierta manera apartada de ella, abandonada en las afueras. Con sus edificios bajos, esta parte de Leeds se aferra a su pasado industrial como lo haría un viejo borracho que tuviese miedo de reformarse y que supiese que, de cualquier forma, no sería bien recibido en ningún lugar. Los talleres de la época victoriana y los achaparrados bloques de fábricas de los años veinte están tapiados o esconden negocios sin identificar tras puertas revestidas con paneles de acero y rematadas en alambres de púa. Algunos toques de color anuncian talleres especializados en tubos de escape y servicios de imprenta comercial.

  Se tarda un minuto a pie desde aquí hasta el imponente búnker de ladrillo de Millgarth al final de la avenida Headrow, pero no hay mucha gente que se atreva a pasear sola por estas calles, especialmente sin luz. La avenida Hope. Fue en otro tiempo cuando le pusieron ese nombre.

  Vehículos Tony Ray está hecho en su totalidad de cristal y acero pulido. Se encuentra tan fuera de lugar en la avenida Hope que de alguna manera parece un mueble ultramoderno que hubiesen dejado en una habitación húmeda que hubiese estado cerrada durante un tiempo. La parte de delante tiene forma de “S” alargada, lo que le da al edificio una apariencia asimétrica. La fachada de cr
istal sobresale en el costado izquierdo y forma una curva hacia dentro en el derecho, como si le hubiesen dado un mordisco en un lado y lo hubiesen escupido en el otro.

  El tejado se inclina ligeramente hacia arriba en la parte delantera, como el pico de una gorra, y se extiende un tanto hacia afuera sobre la entrada, con lo que proporciona refugio para cuando llueve. En el exterior, a la derecha, hay tres mesas pequeñas con sus sillas, todas ellas de acero pulido. Los clientes pueden traerse el café y fumar aquí, o simplemente descansar.

  No se ven anuncios de ofertas especiales sobre los cristales de la fachada, ni precios de automóviles escritos en enormes números de color naranja. Nada de eso. Simplemente las palabras Vehículos Tony Ray encima de la entrada, escritas en un tipo de letra que recuerda el logotipo de la Ford, lo que le confiere un toque de gracia retro. En suma, se trata de un concesionario de coches usados único, ya que quien entre en él se va a sentir cómodo precisamente porque no parece un concesionario.

  –¿Freddy? –dice John, al entrar torpemente por la silenciosa puerta corredera de cristal. Va vestido con un traje negro holgado y una camisa de rayas blancas y negras, y tiene el aspecto de alguien que terminó la jornada laboral hace horas pero que no se ha molestado en cambiarse de ropa. No lleva corbata, de ese modo tan peculiar que parece decir Nunca llevo corbata.

  En el interior hay algunos cuatro por cuatro de color negro y plata, así como varios BMW descapotables en buen estado. Pero lo que convierte en perfecto el aire de lujo informal que se respira es el aroma de café recién hecho. Dulce y muy caliente, el aroma es un gran acierto, al formar una curiosa, aunque agradable, yuxtaposición con los coches. Tras los vehículos, en la zona de recepción, se encuentra una enorme y reluciente máquina de café exprés Gaggia, con su presencia humeante y su borboteo, pensada para que la gente no se pregunte si este es realmente el lugar en el que gastarse el sueldo bruto de seis meses en un coche de segunda mano.