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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition) Page 6


  La respuesta llega en una voz incluso más amortiguada–. No sé –cree entender, pero la voz suena ahora lejana, ahogada por un sonido metálico, un tintineo lleno de eco, algo que no es capaz de identificar.

  –¿Freddy? ¿Freddy?

  Pero Freddy ya no está.

  John vuelve a llamar. Nada. Número no disponible.

  –¡Mierda! –dice, tirando el iPhone sobre la mesa.

  –¿Dijo una habitación?

  Asiente.

  –Y no mucho más. Pero sabe lo de la chica.

  Él observa el concesionario a través de los vidrios. El pequeño reino de Freddy. El grandote y robusto Freddy, que con sólo ponerse delante de un coche es capaz de venderlo. No es un tipo perfecto, pero de ninguna manera ha violado y matado a una muchacha para luego dejarla tirada en un maletero.

  Un coche con cincuenta de los grandes.

  –¿Qué piensas? –le pregunta a Connie.

  –Creo que está enamorado.

  –¡Qué!

  –Seguro que has notado que estaba nervioso, entusiasmado, lleno de vida.

  –Siempre está lleno de vida.

  –¿Y habló de una habitación? –pregunta Connie.

  –Sí, podría ser su piso. La policía ya debe de haber ido allí. De nada sirve que vaya yo. Y habla de la habitación como si la conociese. ¿A qué se refiere? ¿Qué habitación? ¡Dios, Freddy!

  –Prueba con el Eurolodge. Es un hotel, no lejos de aquí. Hotel Eurolodge.

  –Sí, ya lo he visto. En la avenida York. ¿Pero es que tenía una habitación allí?

  –No, pero ha estado allí varias veces. En las últimas semanas, le he oído que tenía previsto reunirse con gente en aquel lugar.

  Ella se levanta y recoge las tazas y los platillos.

  John observa nuevamente su concesionario vacío.

  –Mientras estoy fuera, ¿podrías…?

  –Ya sé. Visionar los otros vídeos, comprobar si ya se había llevado el coche antes.

  Se queda mirando cómo entra, el desgarrón de sus vaqueros guiñándole el ojo.

  Piensa y luego habla… Me gusta.

  Capítulo 9

  El Hotel Eurolodge fue construido antes de la guerra como un achaparrado edificio de oficinas, a más de un quilómetro de distancia del centro de la ciudad, en la avenida York. Cuando el edificio era nuevo se encontraba frente a las líneas los tranvías que entraban y salían de la ciudad. Pero ahora las dos plantas de ladrillo y cemento lleno de manchas se sitúan frente a cuatro carriles de tráfico veloz e incesante.

  Hay dos establecimientos situados al otro lado de la calla. Uno de ellos es un centro social, aunque hoy está cerrado, y el otro se alquila. Detrás del hotel se encuentra un amplio terreno baldío, y un poco más lejos un par de naves y un pub cerrado con tablas.

  –¿Pero qué cojones pasa, Freddy? –dice é, saliendo de su Saab de color azul oscuro.

  Las ventanas del hotel están pintadas de color granate, y la puerta giratoria nueva, flanqueada por cristales tintados, parece ridículamente fuera de lugar. Encima aparece únicamente la palabra Eurolodge en luces de neón blancas. Se supone que has de saber que se trata de un hotel.

  La puerta es rígida, y emite un ligero silbido al girar lentamente. Dentro no se oye música ambiental, ni se escucha el timbre de los ascensores ni a los representantes de ventas hablando en voz alta por teléfono. Nada. Se encuentra en una pequeña recepción, solo. El único sonido proviene de dos tubos fosforescentes en el techo, que emiten un ligero zumbido; eso y el ruido sordo del tráfico en el exterior.

  –Buenos días.

  El tipo aparece junto una puerta doble detrás del mostrador de recepción. Tiene alrededor de treinta y cinco años. Vaqueros y un jersey negro (John nota que en el hotel no hace calor precisamente). La piel alrededor de sus ojos es gris, y las luces no hacen más que resaltar su tez enfermiza.

  –Sí. Buenos días –dice John.

  El hombre tras el mostrador no dice nada más, mientras trata de seguir sonriendo.

  John espera. Luego:

  –Le toca a usted, ¿no?

  El tipo parpadea, confuso.

  –Disculpe –dice–. ¿Qué puedo hacer por usted?

  –¿Es usted el encargado?

  Se le frunce el ceño. John lo detecta de inmediato. La sonrisa se le está convirtiendo en una mueca de dolor.

  –El encargado y el propietario.

  John no sabe si felicitarle o decirle cuánto lo siente.

  –Me llamo John Ray. Tengo un concesionario de coches en Hope Road. Vehículos Tony Ray. No sé si ha oído hablar de él.

  El encargado se relaja, mientras el alivio se le extiende por el rostro.

  –¡El establecimiento de Tony Ray! –dice, asintiendo con la cabeza un montón de veces, alargándole la mano y dándole un fuerte apretón–. Claro que he oído hablar de él. Por cierto, me llamo Adrian Fuller. Sí, en la avenida Hope. ¡Lleva allí mucho tiempo!

  –¿Ha visto el Yorkshire Post de hoy?

  –No… –responde, haciendo que mira a su alrededor–. Me parece que esta mañana no hemos recibido la prensa.

  También John mira alrededor. El mostrador de recepción es un rincón dentro de una sala mucho más grande, la mayor parte de la cual está en penumbra. El mostrador se extiende a lo largo de la pared del fondo, convirtiéndose en un extremo en un bar. Frente a él hay un gran espacio con sofás bajos en perfecto orden, además de unos cuantos enseres para preparar el desayuno, que parecen en desuso.

  –Bien, estoy seguro de que está ocupado –dice John, inspeccionando lo vacío del lugar–. Así pues iré al grano. Estoy buscando a Owen Metcalfe. Un tipo enorme, rubio, de poco más de veinte años. Tiene algo de parecido con ese jugador de cricket, el que siempre se estaba emborrachando. No me refiero a Botham, sino a otro…

  Fuller es evasivo. Tan sólo afirma ligeramente con la cabeza.

  –No sé qué decirle. Aquí viene mucha gente…

  –¿En serio?

  Esta vez no hay respuesta.

  –Owen Metcalfe. Todos le llaman Freddy. Siempre está riendo y haciendo bromas. Si lo ha visto, seguro que lo conoce. Es tan alto como yo, y casi tan fuerte.

  El tipo se encoge de hombros con una ligera disculpa.

  –Mire, en la comisaría de Millgarth me han hecho venir aquí por esto. Freddy trabaja para mí, y se ha metido en un lío, así que sería espléndido que supiese dónde está. ¿No ha oído las noticias esta mañana?

  El poco color que le quedaba a Fuller en las mejillas se ha desvanecido. Pero todavía no dice nada.

  –Supongo que ya sabe por dónde voy –prosigue John–. Si resulta que Freddy estuvo por aquí, van a aparecer un montón de polis por esa puerta cuando lo averigüen. Le sería mejor que lo encontrásemos antes.

  –¿Qué noticias?

  Surge una voz desde detrás de Fuller.

  Aparece un tipo joven aparece junto a la puerta doble. Tiene el cabello pelirrojo claro, la piel de la cara llena de imperfecciones, y lleva puesta una vieja camiseta de Iron Maiden que le viene pequeña a su cuerpo delgado pero fuerte.

  –¿Qué estás haciendo aquí, Craig? –pregunta Fuller.

  Sea lo que sea lo que esté haciendo Craig, necesita dormir urgentemente.

  –Me he confundido de turno –dice Craig, fijando la vista en el suelo, en voz baja, como si sintiese dolor sólo por hablar–. Creía que estaba de mañana.

  Sigue un silencio incómodo. Sobre sus cabezas los tubos fosforescentes emiten su ligero zumbido.

  –El señor Ray está buscando a Freddy –dice Fuller, tras un momento.

  Pero habla sin mirar a Craig, que sigue fijando la vista en el suelo.

  –Ha muerto una chica –dice John–. Y Freddy ha desaparecido.

  Con mi coche.

  –¿Qué dice la policía? –pregunta Craig, arrugando la cara por el desconcierto.

  –Dice muchas cosas. Vayamos al grano, y que quede entre nosotros: ¿ha estado aquí Freddy o no?

  La pregunta es para Fuller, no para Craig.

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nbsp; –Creo que probaré a hablar con la policía, señor Ray –dice Fuller.

  Su voz suena un tanto desafiante. Por un momento parece orgulloso de sí mismo, incluso sorprendido. Pero la sensación no dura mucho. Evidentemente no está para enfrentarse a nadie. En cambio, John Ray tiene todo el aspecto de alguien para quien el enfrentamiento es un placer singular.

  Sólo le basta un momento de contacto ocular.

  –Estuvo aquí ayer –dice Fuller, con los hombros caídos mientras le señala el extremo del mostrador–. Pase al despacho. Craig, ¿te puedes quedar a atender la recepción?

  Se dirigen por un pasillo enmoquetado, con puertas numeradas a ambos lados. La última de la izquierda está abierta. Un carro lleno de cubos y contenedores de plástico aguarda fuera, y el ronquido de una aspiradora llega de dentro.

  El despacho de Fuller está justo en frente.

  –Siéntese –dice Fuller, acercándole una silla de plástico de color naranja y luego sentándose él mismo en una silla parecida detrás de la mesa.

  Tras reposar los codos sobre la mesa y entrelazar los dedos, habla.

  –Freddy estuvo aquí anoche. La chica con la que estaba se llama Donna. ¿Es ella la muchacha muerta?

  Mientras habla observa un monitor de seguridad en blanco y negro sobre la mesa. La pantalla aparece dividida en cuatro, pero sólo tres de los recuadros muestran imágenes.

  –¿Qué le hace decir eso?

  –Es que viene aquí para verse con dos hombres. Están hospedados aquí y ella, bueno, ella trabaja de prostituta.

  John descubre el monitor. Una de las imágenes es una vista con gran angular de la recepción y de la entrada. El muchacho de la camiseta se está haciendo café, afanándose tan torpemente que da la impresión de que se mueve a cámara lenta.

  –Nada que no haya visto cualquier encargado del hotel –añade Fuller –. Pero así son las cosas –observa a John, como disculpándose–. Una prostituta. ¿Qué quiere que le diga?

  –¿Donna? –dice John despacio–. ¿Qué es lo que ocurrió ayer entonces?

  –Llegó a última hora de la tarde. Hecha un asco, bebida, drogas… Y enfadada. Dejó la habitación patas arriba.

  –¿La que están limpiando ahora?

  –Sí, la número doce. Tuvimos que pedirle que se marchase –dice tragando saliva–. En ese estado, tenía miedo de le pudiese pasar algo malo.

  –¿Qué pinta Freddy en todo esto?

  –Estaba con ella cuando se marchó.

  Fuller se hunde un poco más en la silla, como si pensar en aquello lo entristeciese.

  Hay una cámara de seguridad dirigida al pasillo. John observa el monitor mientras se abre la puerta de la habitación número doce y sale alguien, tapado por el carro, y luego vuelve a meterse dentro. Mientras tanto, Craig sigue sentado en el mostrador de recepción, sosteniendo una taza de café con las dos manos, sin apenas moverse.

  –Así que el sábado por la noche Freddy está en una habitación con una prostituta y con un par de tipos más.

  –Así es. No conozco a Freddy. Lo que quiero decir es que no qué hacía aquí.

  –Por lo que dijo la policía, creo que podemos asumir que la chica muerta es Donna.

  Fuller da un suspiro y asiente con la cabeza.

  –Hábleme de los dos hombres.

  Fuller reflexiona un momento sobre la pregunta.

  –Eran ucranianos. Maquinaria agrícola. Llevan aquí seis semanas. Les ofrezco un buen precio. Utilizan el hotel como su sede en el Reino Unido. Ayer estaban celebrando un contrato importante, con puros, champán, de todo. Cada vez que lo celebran, llaman a la chica.

  –Pero esta vez las cosas salieron mal.

  –Ella se puso violenta. No les quise decir nada, porque son buenos clientes. Al final, hasta ellos se debieron de hartar de ella. La dejaron en la habitación y se marcharon a celebrarlo a otro sitio.

  –¿Y Freddy

  –Él también. Fue en ese momento cuando ella puso la habitación patas arriba. Tuve que llamarlos. Después de volver, la sacan por la puerta de incendios, y eso es todo. Pobre muchacha.

  –¿Y dice que Freddy salió con ella?

  –Por lo que recuerdo, se acercó en coche hasta la salida de incendios. No le sabría decir –dice, dándole un toque al recuadro apagado del monitor de televisión–. La cámara de fuera no funciona. Unos vándalos la rompieron el otro día.

  –¿Esos ucranianos siguen por aquí?

  –Supongo. Les he dado otra habitación temporalmente. Aunque, ahora que lo dice, esta mañana no los he visto.

  John se levanta de la silla y alarga la mano hacia Fuller para darle las gracias.

  –Me imagino que pronto recibiré una visita de la policía –dice Fuller mientras él también se levanta–. Los llamaré. Les ahorraré un montón de trabajo.

  Eso no te lo crees ni tú.

  La salida de incendios frente despacho, oculta por el final del pasillo justo después de la habitación que están limpiando.

  –Salgo por aquí –dice John, dirigiéndose a la puerta a grandes zancadas y abriéndola de un empujón antes de que Fuller consiga detenerlo.

  –¿La sacaron por esta puerta? –pregunta, mientras en el exterior los recibe un aire cortante. En el callejón que discurre a un lado del hotel no hay nada, a excepción de un BMV plateado, bonito y reluciente, sin mácula.

  –¿Es suyo?

  Fuller asiente

  –Lo tengo aquí por la cámara de seguridad.

  –Que no funciona…

  Los dos alzan la vista al pequeño cilindro negro atornillado a la pared en una esquina del edificio.

  –Tienen que arreglármela –dice Fuller, antes de desaparecer dentro del hotel y de cerrar la puerta de incendios.

  John saca un cigarrillo y observa el BMW que tiene delante con la mirada propia de un profesional.

  Capítulo 10

  Camina por la parte trasera del hotel. No hay nadie. Oye el estruendo del tráfico proveniente de la avenida York, pero todo lo que ve es un terreno agreste, baldío, en el cual hay muñones de ladrillo de edificios demolidos cubiertos por hierbas que se han puesto amarillas por el sol. Recuerda los anuncios de cuando abrió el Eurolodge. Resultaba más barato que los hoteles económicos. Ahora sabe por qué. Perfecto para vendedores de tractores. Pero ¿y Freddy? ¿Qué demonios estaría haciendo por aquí a media noche con el Mondeo?

  Llama al concesionario.

  –¿Connie? Las cintas del vídeo de seguridad. ¿Has conseguido…?

  –También se llevó el coche el jueves –responde ella–. A las ocho. Y volvió a las once.

  –¿Sólo el jueves?

  –Sí.

  –Escucha. Las cosas no pintan muy bien. Tengo que encontrar a Freddy antes de que lo haga la policía. ¿Te las puedes arreglar sola? Cierra y ve a casa cuando quieras.

  A continuación llama a Freddy, varias veces. Nada.

  Si surge algo, el detective Steel había dicho. Si surge algo nuevo, llámeme. Freddy estuvo aquí a media noche con la muchacha y conducía el coche en el que la encontraron muerta a la mañana siguiente. Lo que ha pasado es eso. Saca la tarjeta de Steele de la chaqueta. Luego la vuelve a dejar en el bolsillo.

  No hay nada bueno en todo esto.

  Mierda.

  Ahora camina rápido. Hasta la entrada del hotel. Vuelve a entrar por la puerta giratoria. No hay nadie en recepción. El pasillo de la parte de atrás, primera habitación: PRIVADO.

  Llama. Abre la puerta. El joven delgado de camiseta de heavy metal está sentado en una silla giratoria desvencijada, todavía acurrucado delante de su taza de café. No mueve ni un músculo cuando se abre la puerta.

  Está sentado frente a una mesa larga, como de un carpintero, limpia y ordenada, sin rastro de polvo. Ocupa todo lo largo de la pequeña y estrecha habitación, y sirve como centro de control del destartalado sistema de seguridad del hotel. Dos monitores de vídeo tan anticuados como los de la oficina de Fuller, y encima grabadoras de vídeo de la misma época. Uno de los monitores muestra imágenes en vivo de las tres cámaras del hotel que
funcionan. Resulta que Craig no está dormido. Ha visto como John regresaba al hotel. Lo esperaba.

  –Caramba –dice John, observando el equipo de vídeo–. Este chisme es más antiguo que el mío. El que tengo me importa un carajo ¿Qué excusa pone Fuller para el suyo?

  –Está pensando en pasarse a un equipo digital.

  John mira alrededor buscando en vano el rastro de algún ordenador.

  –Estás tratando de encontrar a Freddy, ¿no? –dice Craig, mientras toma un sorbo de café.

  –Sí. ¿Sabes algo?

  –¿Todavía sin noticias de él?

  –No. ¿Estuviste aquí a última hora, anoche?

  –¿Yo? Sí, estuve aquí hasta la media noche.

  –¿Trabajando?

  –Sí, trabajo por las tardes. Estoy estudiando. Tecnologías de la información.

  –¿Alguna especialidad que yo pueda entender?

  –Gestión de redes.

  John asiente con la cabeza.

  –El tipo al que hay que recurrir cuando las cosas dejan de funcionar por algún motivo.

  Craig intenta sonreír, pero parece como tuviese una punzada de dolor en la garganta.

  –Eres tú quien lleva todo el tema técnico aquí, ¿no? –dice John, observando el recuadro apagado en el monitor de vídeo, el que debería estar transmitiendo las imágenes de la cámara que hay en el callejón junto al hotel.

  Craig se rasca la coronilla con fuerza, y luego se pasa la mano por el cuello. Las marcas de acné juvenil le han dejado la superficie de la piel desigual y llena de marcas.

  –Nadie más lo hace.

  –¿Viste a Freddy anoche?

  –Sí –dice encendiendo el segundo monitor–. Te lo voy a enseñar.

  El monitor se enciende tras unos parpadeos, la misma pantalla dividida en cuatro. Una vacía, y las otras muestran la entrada, el pasillo de la planta baja, y lo que John supone que es el pasillo del primer piso. El vídeo está en posición de pausa.

  –Así que has estado viéndolo.

  –Sí, le he echado un vistazo –dice Craig, que juega con el botón de contraste cuando la imagen se vuelve extremadamente oscura antes de estabilizarse–. La verdad, después de oír lo que decías.

  –¿De oírme qué?

  –Que buscabas a Freddy.

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